«El luchador» – «Soy un viejo trozo de carne podrida»

Desde hace algunas semanas, integrantes y visitantes ocasionales de esta Tierra de Cinéfagos han mostrado su disgusto ante lo arbitrario e injusto de las nominaciones llevadas a cabo por la Academia de Hollywood. Y lo cierto es que no les falta razón, ya que la pugna por los Oscar se le deniega a muchas películas que también merecerían competir en esa especie de “liga” de Primera División.

Tras ver “El luchador (The Wrestler)” (2008) me ha quedado (nuevamente) la sensación de que, por mucho que esta cinta haya sido alabada e incluso premiada en el Festival de Venecia, los ¿sesudos? académicos hollywoodienses han creído oportuno relegarla. Tal vez una historia dura, “sucia” y decadente como la que dirige Darren Aronofsky no sea del gusto de la brillante y glamurosa “fábrica de los sueños”.

Ya hace mucho que los años 80 quedaron atrás, pero el luchador Randy “The Ram” Robinson continúa subiendo a cualquier cuadrilátero que le proporcione unos dólares extra con los que ir tirando. Esperpéntico reflejo del famoso luchador que fue, Randy intenta seguir al pie del cañón como una forma de combatir la aplastante soledad que le rodea. Sólo en Cassidy, una streaper que también sufre en sus carnes el paso del tiempo, encontrará cierto calor humano. Los titánicos esfuerzos que le supone cada combate y la innumerable cantidad de sustancias anabolizantes con las que atiborra su cuerpo ya cansado, provocarán que Randy sufra un ataque al corazón que pondrá en peligro su vida y que le hará recordar a Stephanie, esa hija a la que nunca cuidó lo suficiente.

“El luchador” no es una película fácil de digerir por la amarga desazón que provocan sus imágenes, por esa sordidez que rodea a Randy, ese pozo oscuro (a ritmo de los Guns N’ Roses) del que sólo parece salir cuando se siente arropado por los aplausos de esos nostálgicos fans que se dan cita para contemplar sus combates de tercera categoría. No importan los golpes, las heridas, el agotamiento, puesto que en ese reducido espacio acotado es cuando el luchador destierra la citada soledad.

El ataque al corazón que Randy sufre tras un brutal (y estremecedor –atención a la grapadora…-) combate, marcará una importante inflexión en su vida. Cuanto más se aleja de ese mundo de luces, griterío y peleas e intenta acercarse a Stephanie o a Cassidy o a un trabajo “normal”, más se hundirá en su particular y solitaria miseria y será consciente de que sin el apodo “The Ram”, no es nada.

No soy nada aficionada al llamado Wrestling, pero ha sido todo un descubrimiento observar los entresijos de este mundo donde uno sube como la espuma tan rápido como puede caer en el abismo, donde la camaradería inunda cada vestuario y donde el tiempo muestra sus tremendas consecuencias en los cuerpos envejecidos y machacados de anteriores glorias.

Sin embargo, nada sería “El luchador” sin la omnipresencia de un Mickey Rourke tan veraz e inmenso que, hoy por hoy, creo que merece (con permiso de los también excelentes Frank Langella y Sean Penn) ese Oscar al Mejor Actor. Rourke realiza una soberbia y conmovedora interpretación (potenciada por la cavernosa voz del actor –recomiendo encarecidamente la VOS-) convirtiendo a Randy en una especie de alter ego. El actor y el personaje comparten un pasado glorioso que se enturbió a causa de los excesos y las huellas indelebles de esos años descontrolados han deformado a ambos por igual. Las palabras del luchador se nos antojan las palabras del actor que ante la cámara y con lágrimas en los ojos confiesa “soy un viejo trozo de carne podrida”.

No hay que olvidar, además, que Rourke interpreta también todas las escenas de lucha (debió someterse a meses de entrenamiento para ganar unos 14 kilos de masa muscular) con un alto grado de credibilidad, tanto que es imposible no sufrir en cada uno de los combates viendo caer a “The Ram”.

Las mujeres que rodean al luchador son las estupendas Marisa Tomei (Cassidy) y Evan Rachel Wood (Stephanie): los dos endebles puntos de apoyo de ese luchador que terminará por asumir su destino, un destino que Aronofsky deja en suspenso por más que, sin verlo, somos concientes de cuál es.

Película de perdedores que buscan la victoria, de viejas glorias atrapadas por el torbellino imparable del paso del tiempo, de seres solos que buscan (a muerte) calor humano, de esa especie de “realismo sucio” a lo Bukowski, una película descarnadamente real. Una gozada.

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Briony