¿Qué películas deberían ver tus hijos?

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La misma escena viene sucediendo desde hace tres semanas. Cinco minutos después de empezar, padres escandalizados sacan a sus hijos del cine quejándose de que Deadpool no es una película para niños. Se lamentan de que no haya alguna señal de que el contenido no es apto para menores, no sé, algo así como una R o un “no recomendada para menores de 18 años” a la entrada de la sala. O en el póster. O en cualquiera de los anuncios de televisión.
Deadpool ha hecho que de repente, muchos se pregunten qué ven sus hijos o en qué ocupan sus ratos libres, sorprendidos de que las películas de superhéroes estén protagonizadas por tipos que disfrutan matando, chistes malos y muchas palabrotas. Y también, se han dado cuenta de que pasamos gran parte de nuestras vidas frente a una pantalla, estableciendo relaciones con las personas que se encuentran al otro lado de ella.

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El pasado Enero, miles de seguidores de J.K. Rowling le preguntaban si estaba bien sentir tristeza por la muerte de alguien a quien no habían conocido en su vida. Era por Alan Rickman, que fallecía el 14 de Enero sumándose a la costumbre de los famosos de irse de tres en tres, cogido de la mano de David Bowie y Lemmy, de Motörhead. La autora de Harry Potter explicaba que estaban en todo su derecho de sentirse tristes y lamentar la pérdida de cualquier ser humano en cualquier parte del mundo, aunque solamente le hubiésemos visto a través de una pantalla y casi siempre interpretando a un personaje. Y ahí está la clave, pues mientras actrices como Emma Thompson despedían a “un amigo”, o recordaban a ese “artista intransigente” o “irrepetible voz del teatro”, yo perdía a Severus Snape.

Pero retrocedamos un poco. Cuando yo era niño pasaba las largas tardes de verano encerrado en casa. No tenía amigos ni nadie con quien salir, así que el entretenimiento consistía en ponerme una y otra vez las pocas cintas de VHS que había en un armario. Allí estaban grandes clásicos como Star Wars o Blade Runner, cintas que acabaron tan rayadas que si las conservo es por lo que significan para mí. Las vi tantas veces que puedo recitar cada frase, recordar cada plano y cada nota de la banda sonora, y por extensión, Tatooine, el Halcón Milenario o Luke Skywalker son para mí nombres tan cercanos como los de personas que conozco. Esto es relativamente nuevo. La aparición del reproductor de vídeo, los DVDs, Netflix o las descargas no permiten sumergirnos en nuestros mundos de una forma más intensa que la televisión analógica. Antes podías engancharte a una serie cuando la emitían (y aquí en España los horarios nunca han sido muy estables), pero ahora puedes realmente vivir en la ficción, arroparte con ella y alejarte del resto del mundo mientras haces un Binge Watching, que consiste en tragarte una temporada del tirón sin altos ni siquiera para ir al baño.
La ficción siempre ha sido un refugio. Niños y niñas solitarias leen como ratones de biblioteca. Padres ocupados o sin muchas ganas de ocuparse de sus hijos les apalancan frente al televisor, o compran vehículos familiares con reproductor de DVD para los asientos traseros en la esperanza de que los niños no den el coñazo durante las tres horas de viaje. Una pantalla encendida en muchas casas es sinónimo de normalidad. Cuando se apaga (como cuando se apagaba en mi casa), significaba tensión y silencios incómodos. Y hay quien incluso la enciende por tener ruido de fondo, alguien que les haga compañía desde un plató de un late night, un telediario o una serie.

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Internet y las redes sociales han ampliado nuestros horizontes, y ahora ya no se necesita una tribu entera para criar a un niño. Se necesita un mundo. Nuestras relaciones sociales no se quedan en la puerta de nuestras casas o en nuestros primos, twitteamos con desconocidos que son para nosotros más cercanos y compatibles que nuestros amigos y compañeros del colegio, seguimos blogs, comentamos la política o el último episodio de The 100, aprendemos idiomas de forma natural e instintiva y ampliamos constamente nuestro repertorio musical. Ideas que intentaban inculcarnos nuestros padres acerca de que jamás diésemos nuestra dirección o nombre real en internet suenan ahora ridículas mientras compramos en Amazon o subimos nuestra vida a Instagram. Sigue siendo cierto aquello de que el camino sigue y sigue desde la puerta, pero ahora se trata de un camino digital, uno que recorremos sin movernos del sitio, a través de una pantalla y de un teclado, y de la mano de la ficción.

Las grandes películas del cine clásico ocupan su puesto como pilares de la cultura, pero ahora, con las salas luchando por sobrevivir y los estudios empeñados en establecer franquicias para todos los públicos, la televisión ha resurgido justo cuando todos pronosticaban su fallecimiento. Y es que tiene algo de lo que el cine carece: la constancia. La televisión (o el portátil) están siempre ahí, permanentemente encendidos, vomitando contenido y hablándonos directamente a nosotros. Familias enteras comen y cenan no en círculo alrededor de una mesa, sino con el hueco justo para que nadie de la espalda al televisor, que es un miembro más, un patriarca que habla y al que nosotros escuchamos. Y nos ha contando muchas cosas: grandes eventos deportivos, acontecimientos históricos importantes (el 11S retransmitido en directo), veinte años de Los Simpsons. Hasta el punto que los presentadores de telediarios o los actores son ahora para nosotros personas que no nos sorprendería ver entrar por la puerta y servirse una cerveza de la nevera.

Yo no conozco a Harrison Ford. Las fans que se agolpan en los teatros de Londres no conocen a David Tennant o Tom Hiddleston. Las Beliebers no saben quién es Justin, y las Cumberbitches no tienen ni idea de cómo es en la intimidad Benedict Cumberbatch. Sin embargo han pasado tanto tiempo escuchando sus discos o viendo sus trabajos que sienten una conexión con la persona o más bien con la imagen que transmiten de esa persona. De ahí que digan que nunca debes conocer a tus ídolos, porque en nuestra cabeza les hemos puesto una personalidad que puede ser muy diferente a la real. Pero a la vez, este sentimiento de cercanía, de familiaridad, es el que hace que cada vez que Mark Hamill vaya por la calle no se encuentre con admiradores que le ven como un actor de sesenta y cuatro años sino a Luke Skywalker, el personaje que miraba los dos soles y junto con el que queríamos escapar y alcanzar la grandeza. Lo mismo le ocurre a Stephen King, quien asegura que lo que más oye ahora es “me has dado mucho miedo durante años, ¿Puedo darte un abrazo?”
Actores y músicos son nuestros compañeros diarios. Ya no es un tópico aquello de que los niños se criaban con la MTV y Madonna. En ese sentido, es comprensible que para millones de personas en todo el mundo, Rickman no fuera un actor shakespiriano, sino simplemente Snape, el retorcido e inaguantable Snape, el maravilloso Severus Snape. Un personaje tan bien escrito que sólo podías detestarlo por lo injusto que era con Harry Potter, de la misma manera que todas esas personas odiosas que habitan en nuestro mundo real, y que hacían el mágico tan posible y realista. Y a la vez, cuando aparecía Snape querías más de él, más de los Dursley, como una deliciosa tortura formada simplemente por palabras que te entretenían durante horas y días. He leído la saga de Harry Potter cerca de seis veces. Planeo volver a hacerlo dentro de poco.

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La ficción además es una de las herramientas que tenemos para nuestro desarrollo. Para empezar porque los niños no suelen ver documentales, pero también porque permite presentarnos problemas conocidos de una forma nueva. Y aunque muchos creyeran que la televisión sólo atontaba a la gente, gracias a ella avanzamos hacia la madurez a través de sitcoms y dibujos animados, aprendimos roles y tuvimos figuras que seguir o incluso imitar. Por eso, da igual lo importantes que Marlon Brando o John Wayne pudiesen ser en las marquesinas. Era en los salones y cocinas de la gente donde se contaban las historias.
En Estados Unidos, el público afroamericano llevaba años buscando representación en los medios. Querían series e historias que tratasen sobre ellos, sus comunidades y los problemas típicos de su vecindario. Las encontraron en los Jefferson o en el Show de Bill Cosby, convirtiéndose este último en el “padre de América”, un hombre algo alejado de las moderneces de sus hijos, pero sensible, noble y correcto. O al menos lo fue hasta que se revelase que utilizaba Quaaludes en las bebidas de las mujeres para violarlas mientras dormían. Pero por encima de él y durante veinte años, en decenas de países, El Príncipe de Bel Air permanece como uno de los hitos de la televisión. No sólo lanzó a la fama a Will Smith, sino que rompió barreras mostrando a una familia negra de alto nivel económico, con los principios típicos de la sociedad estadounidense y a la vez, sin perder de vista sus orígenes.

El príncipe de Bel Air gustó tanto a negros como a blancos, y éstos últimos tuvieron la oportunidad de ser más conscientes, aunque fue de forma velada, de los problemas que aún hoy persisten en su país. ¿El episodio en el que Carlton y Will acaban en la cárcel por conducir el coche de lujo de un socio del tío Phil? De pronto no es tan divertido cuando escuchas que Will sabe, mientras pellizca las mejillas de su primo, que los blancos sólo verán “una cosa” cuando les miren. El público parecía estar más receptivo a que le hablasen de racismo en la televisión que en las escuelas. Es por eso que Carlton, que para nosotros es igual de real que Hillary y su materialismo o Jeffrey y sus aguidas réplicas, era el personaje más justo de la serie. Su inocencia no se basaba en la inconsciencia, sino en la esperanza, y por eso chocaba tanto con Will, un negro que conocía de sobra todos los problemas a los que alguien en su situación podría enfrentarse. (¿De verdad creéis que dejó Philadelfia porque alguien le hizo dar vueltas en una cancha de baloncesto?) Y por debajo de todos los chistes sobre la altura, El príncipe de Bel Air se arriesgó para mostrar temas mucho más duros. Carlton perdió el norte en muchas ocasiones, cediendo a la presión de grupo al intentar ir de malote en Comptom. Incluso cuando Will recibió un disparo fue él, el maleante, la oveja negra de la familia, quien le tuvo que quitar un arma al tontorrón de su primo sobre una cama de hospital. Ahora imaginad lo que tendría que haber sentido Carlton al ver que por mucho que se esforzara o por muy bien que viviera en su burbuja, el mundo era un sitio injusto y cruel. Sabed también que la pistola era mucho más peligrosa para él que para quien quisiera atracarle. Y entonces, la tontorrona comedia de sobremesa adquiere un nuevo significado.

Existen cientos de ejemplos. La ficción nos habla constamente, como diría Oscar Wilde, con una máscara para contarnos la verdad. En Star Trek, el capitán Kirk y la teniente Uhura protagonizaron uno de los primeros besos interraciales de la televisión en 1968, meses después de que se legalizara el matrimonio enrte blancos y negros en Estados Unidos. El beso simbolizaba no sólo la libertad, sino la esperanza de que en un país con un pasado lleno de esclavitud, éstos pudiesen ser no sólo respetados, sino amados como iguales. Y lo mismo podría decirse de temas más candentes  como la conversación sobre consentimiento sexual que vimos en A Different World a finales de los ochenta.
Así, la caja tonta es nuestra principal fuente de valores y roles, dándonos la oportunidad de entender al enemigo, de ponernos en su situación. No es casualidad que “la oficina de mi padre” de Aquellos Maravillosos Años, esté considerado como uno de los mejores episodios de la historia de la televisión. Porque allí por primera vez la historia de un niño, Kevin Arnold, daba a muchos la oportunidad de entender por qué a veces los padres llegaban enfadados a casa o se ausentaban durante horas, y que el tuyo era en realidad un ser humano.
Y no se puede hablar de padres sin mencionar al tío Phil, la figura paterna por excelencia, un hombre que podía ser duro, podía inspirar temor (o incluso miedo), pero que jamás fue injusto ni cruel, y siempre estuvo allí para salvar a sus hijos y su sobrino incluso cuando no tenía por qué ocuparse de este último. Phillip Banks les enseñó a ellos y a la audiencia que en ocasiones pueden meterse en problemas porque de nuevo el mundo es un sitio mucho más oscuro de lo soñado, pero que al final del día podrían regresar a un hogar donde eran comprendidos, amados y tal vez castigados, sí, pero nunca menospreciados. Pues ese era el papel de las familias, el de cuidarse y protegerse los unos a los otros. No hace que falta que diga que en generaciones acostumbradas a beber de ahí y a enfrentarse a dilemas morales y sociales a través de esos personajes, el tío Phil pueda ser para algunos una figura paterna más importante que las reales. Muchos de nosotros comprendemos lo que es que tu padre sea una gran espalda que apesta a tabaco de la que es mejor apartarse cuando oyes sus llaves en la puerta.

Sí. La ficción es importante, y está con nosotros a todas horas. Nos crea y nos transforma haciéndonos ver la vida desde nuevos puntos de vista, pero eso no quiere decir que sea fácil de entender. Y desde hace algún tiempo nuestra sociedad, que jamás ha tenido la información tan al alcance de la mano, se ha vuelto temerosa de ella. De pronto todos tienen miedo o creen que el progreso va demasiado rápido, y en estos casos, exigen medidas para evitar que niños o un público sensible (ellos) pueda tropezarse con algo inesperado. No basta con la calificación por edades de las películas. Ahora se necesitan señales y vallas con luces parpadeantes que nos avisen de que entramos en el pantanoso tema del pensamiento, los TRIGGER WARNINGS, palabras tan famosas en internet que se han convertido en un género en sí mismas. Los Trigger Warnings aparecen para indicarnos que estamos a punto de leer algo que puede incomodarnos, que puede utilizar lenguaje malsonante, o que puede incluir contenido o personajes (no es lo mismo) sexistas o racistas. Esas palabras y las asociaciones de padres y de defensores del espectador han convertido el mundo en un campo de minas cultural donde cualquier paso en falso no puede matarnos, pero aportar una idea nueva. “¿Es que nadie piensa en los niños?” decían en… Los Simpsons, representando a todos esos padres mojigatos que son quienes tienen miedo de explicarles a sus pequeños lo que ocurre a su alrededor en el mundo. Y aunque Deadpool no es una película para menores, no es el único ejemplo similar de gente que cree que lo que tenemos delante es algo “ofensivo”, la palabra de moda en internet, o censurable. Ocurre con El Diario de Ana Frank, donde los padres de Michigan han intentado prohibirlo en los institutos por su contenido, pero curiosamente no el violento. No tienen miedo de que los niños descubran los horrores por los que pasó una niña que estuvo dos años escondida huyendo de los nazis y que acabó en una fosa común. El motivo que esgrimen es que es demasiado pornográfico para adolescentes, porque en varios pasajes Ana insinuaba su bisexualidad. Un libro escrito por una niña de catorce años en 1944 no es adecuado para niños de catorce, quince o dieciséis en 2015.
La sexualidad de Ana ya fue mutilada incluso por su propio padre, que eliminó estos pasajes de las primeras ediciones junto con algunas críticas que la niña hacía a su madre. Algo muy grave cuando se intenta que el diario sea una pieza importante de nuestra comprensión sobre los horrores del nazismo. Ana era así, inquieta, curiosa, bisexual y con una mala relación con su madre, y ocultar los detalles de una historia porque a nosotros como padres no nos gusten, es perjudicial para todos. Los niños no van a aprender de nosotros, sino de lo que lean y vean en una pantalla, y no creo en acunar a los jóvenes por miedo a que sus vírgenes (¡JA!) e impresionables mentes puedan toparse con algo inesperado. Tampoco lo cree John Waters, que dijo no comprender que los Trigger Warnings fuesen tan comunes en las universidades, lugares donde se va a experimentar y renovar el mundo, ni tampoco Barack Obama, que acusó a las nuevas generaciones de tener miedo al conflicto intelectual.

Y en realidad, quienes tienen un serio problema con la ficción son los adultos y no los niños. El mayor problema al que pueden enfrentarse viendo Deadpool es perderse las múltiples referencias pop de las que hace gala el guión, pero la violencia tampoco es tan gore ni tan exagerada. Creo que los niños son más inteligentes de lo que sus pobres padres les conceden y saben distinguir la fantasía de la realidad, al menos en sus líneas más generales. Por eso me opongo también a los escandalizados progenitores que se preguntan si el slapstick, el humor del coyote y el correcaminos, humor basado en los golpes, caídas y porrazos con cajas fuertes y precipicios, no serán perjudiciales para los pequeños y deformarán sus conceptos de dolor o sufrimiento. Quizá sólo necesitan a un adulto a su lado que les informe de cómo funciona la vida, pero éstos no están siempre ahí. Entonces aprenderán sobre los grises que hay entre el bien y el mal cuando vean a Loki en Los Vengadores matando a ochenta personas en dos días o arrancándole el ojo con una cuchara de helado a un hombre, y más tarde sientan lástima por él cuando muera su madre. O verán que Draco Malfoy no era un matón porque disfrutara con ello, o que Severus Snape, nuestro Severus Snape, era mucho más que un hombre odioso. Lo harán como hicimos nosotros, a través de una pantalla y a solas, y no hay ningún problema con ello salvo la banalización de la ficción y la idea de Simon Pegg de que la ciencia ficción y la fantasía, mal entendidas, nos hacen a todos más idiotas. Con la televisión recogiendo el testigo de mostrar argumentos más complejos y personajes con múltiples facetas, todos, no sólo los niños aprendemos sobre el mundo que nos rodea y nos abrimos a nuevos problemas que de otra forma no hubiésemos prestado atención. Racismo, patriartado, bisexualidad, depresión, suicidio, desigualdad, violencia doméstica, pero también nobleza, diversión y esperanza, o aunque solamente sea compañía, todo a través de una pequeña caja que está sobre el mueble y que nunca había sido tan respetada y querida como lo es ahora. El problema de muchos padres es que parecen darse cuenta de que al final, sus hijos lo han aprendido todo sin su ayuda.

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  1. #1 por Víctor Garalut el 7 marzo, 2016 - 09:23

    Me ha encantado tu artículo, lo suscribo de principio a fin. Sobre todo con lo de «Aquellos maravillosos años», muchos hemos o han añadido valores a su educación inspirados por la televisión, aunque la sociedad se empeñe en que los «valores» los transmitan los millonarios que dan patadas a un balón.

  2. #2 por Vini el 8 marzo, 2016 - 14:26

    Genial el articulo.

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