En 2009, con Steven Moffat tomando el control de Doctor Who tras la salida de Russell T. Davies y pasando de ser un guionista ocasional al showrunner de la ficción más larga de la televisión británica, él y Mark Gatiss comentaron que algún día, alguien haría una versión de Sherlock Holmes ambientada en la actualidad. Sería una buena idea, aseguraron, y sin duda les daría mucha rabia no haber sido ellos quienes la sacaron adelante.
Tras un primer piloto de una hora de duración al que le faltaba algo de garra, la BBC invirtió en una nueva versión en la que encontraron el punto perfecto sobre todo a la química entre Martin Freeman, un habitual de la televisión, y un desconocido Benedict Cumberbatch. La serie se convertiría en uno de los mayores éxitos de los últimos años y sus actores en estrellas, haciendo que incluso se estrenaran series parecidas como Elementary, donde por el bien de la audiencia norteamericana Lucy Liu evitaba cualquier connotación homoerótica de la obra de Conan Doyle.
Mientras esperamos la cuarta temporada, Moffat y Gatiss han decidido explorar cómo hubiese encajado este Holmes moderno adicto a las Blackberrys en la época victoriana. Un especial navideño como el que emitieron ayer era la oportunidad perfecta para darnos una historia autoconclusiva, divertida y más fiel a las novelas originales, pero a mí no me ha entusiasmado en absoluto.
Sherlock es la envidia de cualquier televisión. Sus guiones bien trabajados, diálogos brillantes y una realización más cercana al cine de calidad que a la pequeña pantalla, demuestra que los ingleses cuando hacen algo, lo hacen bien. Y no necesitan grandes presupuestos. Sherlock hace maravillas en el primer capítulo con una partida de ajedrez en la que los únicos elementos son dos actores y botellas con píldoras de veneno, o más aún en el primer encuentro con Moriarty donde jugaban con los cliffhangers… y sólo necesitaban tres punteros láser para fingir que había francotiradores apuntando a nuestros protagonistas. El capítulo de Irene Adler es un gran ejemplo de una historia bien construida apoyada personajes complejos y profundos, como bien demuestra la escena de la revelación final en el teléfono móvil. De esta forma, Sherlock iba un paso más allá de la esencia de Doctor Who, que siempre contó con muy pocos medios y un aire muy cutre que quedaba compensado por la diversión que ofrecía y lo originales y estimulantes de sus guiones.
Ambas series cuentan con un sólido grupo de fans, que convierten en gifs cada escena para compartirla en Tumblr y escriben fanfics. La tercera temporada concedió demasiado a este grupo de gente en lo que se llama fanservice. El problema de esto es que no siempre es lo más conveniente para tu historia porque puede entorpecerla o lastrarla. Personajes de actúan de forma “guay” sólo porque los fans lo esperan, momentos dedicados a tocar la fibre sensible del espectador más fanático y tonterías varias son una constante en los últimos capítulos de Sherlock. Incluso jugaron con el papel de los fans en los primeros minutos de la tercera temporada cuando un desquiciado Anderson intenta encontrar la explicación a la muerte de Sherlock con una fantasía en la que el héroe atraviesa una ventana, besa a Molly Hooper y sale a cámara lenta por el vestíbulo.
El problema es cuando te lo tomas demasiado en serio, o en el caso de Moffat, cuando sus pequeñas e intrincadas historias que daban algo de vidilla a Doctor Who pasan a ser la columna vertebral de la serie. Los seguidores de Doctor Who empiezan a acostumbrarse a salidas fáciles, deus ex machina constantes y cliffhangers que no se resuelven. Pero en Sherlock al menos parecían mantener una lógica interna y no utilizar la salida de la “magia” para justificar algo. Eran historias más o menos sencillas que iban del punto A al punto B. Pero con el aumento del público y el presupuesto, también aumentaron los adornos. Palacios de la Mente de CGI o cambios de escenario quedaban muy bien, pero eran simples complementos. No sustentaban la historia sino que servían para embellecerla. Por poner varios símiles que llevo días comentando, la gracia de Star Wars no eran las naves espaciales o las espadas de luz, eran el argumento y los personajes, sus temores y aspiraciones. Debajo de todos los fuegos de artificio existía una base, y a pesar de que películas como El Club de la Lucha son espectaculares visualmente, existe una trama y un guión sin fisuras y muy bien trabajados.
En Doctor Who, Moffat empezó a escribir lo que quería y no preocuparse de si tenía mucho sentido. Ya el especial The Day of the Doctor nos mostraba dos líneas argumentales dejando una de ellas muy coja y sin terminar con cabos sueltos que no serían respondidos hasta dos años después. Su forma de escribir se ha transformado en un buen envoltorio que si lo quitas, te quedas sin nada, y en The Abominable Bride ocurre exactamente lo mismo. Es un capítulo especial que podría quedarse en un experimento, pero que Moffat enlaza con la trama principal en la forma de una ensoñación o visita al subconsciente de Sherlock. Lo que empieza muy bien pronto decae en interés cuando vemos que lo que tenemos es ese mismo papel de regalo exponenciado. Si en los anteriores capítulos aparecía una cama en mitad del campo, ahora es un salón entero. Si antes teníamos un pequeño vistazo al misterioso Palacio de la Mente, ahora es un lugar tan complejo como lo fue en el final de la tercera temporada, capaz incluso de formar sueños dentro de sueños al más puro estilo Inception. Y como todo está en la mente del protagonista, poco importa la historia de la Novia Fantasmal y nos centramos en hacerlo todo lo más raro posible, a pesar de que sea no sólo innecesario, sino molesto. De esta forma, Sherlock copia mucha de las manías de Doctor Who de evitar contar un capítulo de forma cronológica, meter saltos en el tiempo cada vez más extraños o no saber realmente qué estás viendo. Nos centramos en esos adornos por encima de la historia, que es lo que hasta ahora había sustentado toda la serie.
Sherlock se ganó un hueco entre los fans, pero eso no quiere decir que sus responsables deban sacrificar su buen hacer para darle al público material con el que jugar. Las referencias a la obra original de Conan Doyle o al resto de la serie son muy interesantes, pero desaprovechadas. La famosa catarata de Reichenbach funciona más por lo que el espectador medio conoce de Sherlock Holmes que porque cumpla con algún propósito, y en ese intento de ir cada vez más allá, de complicarlo y enresevarlo todo, acabamos sin tener muy claro si todo transcurre en Palacio de la Mente, si es un sueño provocado por las drogas o si en realidad, el Sherlock real es el del Siglo XIX que vemos en el último plano y el resto de la serie ha sido la ensoñación, que a su vez sueña con la época victoriana.
Al jugar simplemente con esos adornos nos quedamos con recursos tan facilones como utilizar la moda del feminismo como un “plot-device” como ellos mismos dicen. Si seguís este blog con asiduidad sabréis que no soy un machista y no me “ofende” porque representen a los hombres poco menos que como criaturas sin sentimientos que aplastan a la mitad de la sociedad. Simplemente creo que se utiliza como recurso barato y hasta hay discusiones muy fuertes en IMDB sobre si al final Sherlock decide no juzgar a la hermandad secreta feminista (?) por los asesinatos cometidos simplemente porque son mujeres, o si es justificable la muerte de los personajes masculinos porque “rechazaron” a las mujeres. O si en realidad nada de ello importa porque todo es un sueño de Sherlock en el que representa su extraña relación con el sexo opuesto. O si en un alarde de originalidad deciden criticar el machismo de la época de Conan Doyle haciendo énfasis en el poco peso que tienen las mujeres en él, transformando a Molly en una de esas incontables féminas que tuvieron que travestirse para poder hacer lo que mejor se les daba en un mundo patriarcal. Todas estas discusiones tienen muy poco que ver con el capítulo en sí, y aquí, el feminismo parece ser utilizado más como un adorno que como un elemento importante en la trama. Adelantándome a las críticas de machismo por parte de algún lector o lectora, simplemente diré que me parece bien traída la explicación del fantasma como medio para ocultar crímenes, pero no la forma en la que está escrito. Podría (y conociéndoles, debería) haber sido mejor.
La lógica interna del capítulo nos asegura que en realidad, la diferencia de este capítulo con los anteriores no reside en su ambientación sino en que es el primero que vemos desde el punto de vista de Sherlock. Conan Doyle fue muy inteligente al escribir todos sus relatos desde el punto de vista del ayudante, el doctor Watson, siempre un paso por detrás del genio y sirviendo de guía al público. De modo que cuando Watson requiere una explicación, en realidad se la está ofreciendo a los lectores o a los espectadores de la serie. Aquí, vemos cómo funciona la cabeza de Sherlock cuando está puesto de cocaína entrando y saliendo de ese idealizado recurso mental que es el Palacio de la Mente, algo que también utiliza el doctor Hannibal Lecter en esa otra fantástica serie que perdió el Norte al poner su esfuerzo en la forma de asombrar al público con imágenes y recursos más que con la historia en sí. Pero la lógica externa nos avisa de que en este capítulo, al igual que en el anterior, hay un desequilibrio entre lo que nos quieren contar y la forma de hacerlo, importándonos más impresionar y rizar el rizo que un simple ejercicio de narración. Al final, ni siquiera este es uno de esos capítulos que tienes que ver un par de veces para comprender todos sus matices, sino un ejercicio donde al intentar mantener el Sherlock del Siglo XXI y representar el del XIX, se quedan en tierra de nadie perdiendo lo mejor de esta versión de la BBC y sin llegar a captar la esencia del detective clásico. En mi opinión personal, hubiese sido más interesante que esta Novia Abominable fuese una novela especial que John Watson está preparando y contándole o a su bebé recién nacido o a la señora Hudson, lo que nos hubiese permitido también esos saltos al presente y jugar con las diferencias entre la realidad y la ficción (como cuando Ted Mosby alteraba de forma visible su historia para evitar contarle ciertas cosas a sus hijos) dejando espacio para el humor o las constantes interrupciones de un Sherlock desquiciado que, una vez más, sigue sin gustarle cómo Watson le describe.
Pero una vez más, las series no es lo que queremos que sean, sino lo que son.
En resumen, el especial navideño de Sherlock es un ejercicio que no sale del todo bien, y es debido a que los responsables saben que pueden hacer cualquier cosa y los fans lo tragarán. Es el mismo camino abstracto y poco divertido que está tomando Doctor Who, perdiendo la diversión y el entretenimiento en aras de alcanzar una pretenciosa calidad artística a la que en realidad, no llega tantas veces como cree. Lo que debería ser una trama se convierte en dos, dejando una de ellas sin explicar del todo y que se escuda en la idea de que todo esto es un sueño de Sherlock tenido en dos minutos, destinado para contentar a los fans más acérrimos y descuidando lo que hizo grande a la serie hace ya cinco años: la capacidad de sorprender con un guión muy cuidado y sin fisuras, apoyados en personajes bien descritos, mantener un halo de verosimilitud constante y sobre todo, entretener sin apabullar.